Hoy me han llamado por teléfono para hacerme una de esas entrevistas anónimas. Curiosamente, al final, me han pedido mi nombre de pila y mi dirección. Junto con el teléfono que han marcado, el anonimato me lo paso yo por el forro de mis caprichos. Cuando he hecho la pregunta de para qué quieren mi domicilio me han dicho que para el control de calidad. ¡Ja!
El caso es que la encuesta, tras unas preguntas destinadas a distraer la atención, iba dirigida a saber el grado de aceptación de los Premios Príncipe de Asturias. Y uno, que es poco monárquico, ha contestado sinceramente. Que si juzgue usted la importancia; que si cree usted que tienen aceptación; que díganos a quien cree usted que le corresponde potenciar estos premios; que si es usted consciente del beneficio que suponen para España y para Asturias estos premios internacionales...
En un momento de la encuesta me he descarado, y el chaval ha quedado atónito. No era para menos. Pero tras colgar me he quedado pensando en un contrasentido. Así es que Asturias es una comunidad pobre, que tiene la necesidad de percibir subvenciones de la Unión Europea porque no llega a no sé que estándares, pero tenemos unos premios que nos suponen un gasto excesivo solamente para dar imagen o, lo que es lo mismo, para aparentar.
No deja de tener sus bemoles que desde una comunidad de las más pobres de España se otorguen (con el gasto que ello conlleva) unos premios que, por lo oído hoy, tienen una trascendencia internacional. Mira, hombre, que se dediquen a bajar la gasolina y a subir los salarios.
Hacia el final me preguntan que les diga que institución creo yo que tiene que sufragar estos premios; pues mira, hijo, que los costee íntegramente la casareal (no me da la gana poner las iniciales en mayúscula), que a mí no me producen ni un céntimo.